lunes, 31 de enero de 2011

Duelo sangriento

© Duelo sangriento


Por Alberto Andrade



©2011 Duelo sangriento. Alberto andrade
El sudor escurría por los cuellos como gotas de cera en los cirios. Las gotas recogían polvo y tizne que se transformaban en perlas veteadas y se engastaban en las camisetas. Las que caían al suelo de fino polvillo, cual canela molida, oscurecían aquí y allá, aunque solo por momentos, el manto marrón. Era el preludio a las emanaciones de roja sangre que dejaría el encuentro. Estaba acordado que solo uno podía resultar vencedor. Esa comunidad solamente seguiría a un líder. A cada paso la huella quedaba grabada en el polvo, y el polvo se arremolinaba en el aire formando una neblina oscura que hacía que los mudos testigos entrecerraran los ojos. El espanto ante el desarrollo de los acontecimientos no podrá ser expresado más que por vítores del choque de metales y los fulgurantes brillos de los reflejos en los perlinos sudores y afiladas hojas de las navajas.
Ya se encontraban en la distancia acordada. Habían escogido y empuñado sus armas. La rabia acumulada se desbordaba y se evidenciaba en las tendencias de los presentes, y expectantes asistentes, a colocarse a un lado o a otro, es decir, a expresar su favoritismo. Un silencio tenso se hizo en el lugar. Una nube clara se interpuso entre el Sol y el escenario. Apenas los rayos volvieran en toda su intensidad, se daría el inicio y el desenlace de toda la adrenalina contenida.
Pero justo en ese instante y antes que la semi-sombra se apartase del lugar. En medio del silencio más absoluto en el que se espera el estallido de la acción, unos sonidos polifónicos disiparon la tensa atmósfera y las emociones contenidas. Como un acto reflejo todos los presentes se llevaron las manos a sus celulares y, si no recibieron llamada, al menos, revisaron la hora, mandaron algún mensaje, o recordaron que tenían unas fotos o videos para mostrar a los demás. Todo esto para disimular el haber respondido a un reflejo condicionado de revisar su celular apenas suena alguno cerca. Después de este instante de incertidumbre, y una vez que todos tenían sus aparatitos en mano, lo que vino a continuación fue un discurrir de opiniones acerca de sonidos, marcas, precios, resolución de imágenes… mientras tanto, la lucha por el liderazgo se reanuda, y aquellos dos personajes despliegan sus pantallas y, dedo en tecla, dejan el protagonismo del duelo en manos de aquellas armas actuales que ya no zanjan cuestiones de honor sino que son usadas para atraer la atención con el fin de liderar el grupo momentáneamente. En el aire quedan las palabras: mira estas imágenes que me mandaron, escucha esta música, ve este video… 



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lunes, 10 de enero de 2011

El tesoro

© EL TESORO



Por Alberto Andrade

©2011 Alberto Andrade, El tesoro
En la actualidad ya no eran más que grutas acondicionadas para causar al turista el placer de sentirse aventurero. Aunque revivir las aventuras de otros no asegura ni la más mínima emoción en la vida de una persona. Pisar las huellas de otros no es andar sino dejarse conducir, o dejarse deslumbrar.
Ahora el alumbrado era eléctrico y las antorchas que por allí pasaron solo alumbraban la imaginación alimentada por la narración del guía turístico. La ruta estaba trazada y reconocida. Ya nadie tendría que experimentar y vencer el temor de lanzarse al hoyo en completa soledad sin saber qué encontrará más allá o si logrará regresar. Ahora se pagaba por entrar y eso aseguraba la salida.
Según la leyenda —y es lo que se sigue contando— en el auge de la piratería uno hubo que se adentró en esas cavernas a guardar su mayor tesoro, un cofre lleno del resultado de la parte que obtuvo en sus pillajes. En fragmentos externos pero referentes a la leyenda popular se cuenta que ese no era realmente su mayor tesoro. Es cuestión de apreciación, ya que la leyenda continúa diciendo que era descendiente de una familia rica y poderosa que tenía depositadas sus esperanzas en él para que regentara la fortuna familiar. Era un hombre joven y educado en buenas universidades y con muy buenos tutores, lo que le permitió llegar a acumular muchos conocimientos. Dicen también que la guerra —en la que participó brevemente ya que desertó enseguida— que hubo en aquella época, lo había desviado del rumbo convenido por la familia y que había optado por forjarse un rumbo por sí solo. En su deambular por lugares lejanos terminó de tripulante en un barco corsario. La herida en una pierna que lo hacía balancearse un poco, como un barco en el puerto, no le restaba aptitud para el duro trabajo. Por su juventud y con la educación como única herencia de su familia —de la que supiera luego habían perdido todo, incluyendo la vida, al perder la guerra su país— fue rápidamente tomado como hombre de confianza del capitán.
Dice la leyenda que de sus vivencias quedó un escrito, y que luego al ir a esconder su oro en la cueva buscó la forma de que en caso de que encontraran su oro jamás pudiesen encontrar sus escritos. De esa forma quedarían en el olvido hasta volverse cenizas de aquél suelo del que habían salido.
Llamó Mi desgracia a lo que escribió. Algunos dicen que por haber estado en gracia y luego habérsela arrebatado el destino, otros, que por haber estado en gracia y luego haber salido de ella y haber vivido para ver la verdadera gracia de hacerse un rumbo y transitar en él. Parecía querer guardar su historia fuera de su memoria. Para que no molestara esa tal vez desagradable sensación de no haber hecho lo que siendo un jovencito veía como una vida agradable y acomodada. Había aceptado seguir la tradición familiar pero el rumbo a seguir le estaba vedado en sus lógicos planes de vida.
No había tenido interés en obtener tesoros para disfrutar de ellos, solo disfrutaba de la experiencia de obtenerlos. Experiencias que luego relataba entreveradas en el escenario de la realidad que lo rodeaba. Pero había obtenido lo que quería, y lo que no le interesaba mucho, también. No tenía herederos a quien dejárselo y sabía que era un peligro tener tanta fortuna siempre cerca. No porque temiera perderlo sino porque sabía que podían matarlo por algo que consideraba apenas un trofeo. Por eso decidió esconderlo en aquella isla en medio del atlántico sur frente a las costas africanas. Se hizo el propósito de volver en algún momento para esconder su verdadero tesoro; sus escritos. El mapa que señalaba el lugar donde guardó el oro indicaba fácilmente el lugar, el otro en cambio desviaba al buscador hacia el oro. Él sabía que si encontraban el oro jamás encontrarían su tesoro. No le importaba que encontraran el oro, o mejor dicho, eso era lo que quería, que se llevaran el oro y dejaran el tesoro. Ése era el pago por resguardar sus memorias. Para ello, a los dos mapas les había colocado la misma ruta, en uno escribió estas palabras: el cofre del tesoro y en el otro mi tesoro. Cuando los buscadores tuvieron los mapas en la mano pensaron que era una broma que hubiese hecho dos mapas para un solo tesoro, también pensaban que estaba loco y consideraba al cofre un tesoro separado del contenido.
Muy equivocados estuvieron hasta que algunas voces, transformándose en leyenda, se dejaron escuchar, al decir que aquél hombre había escrito muchas páginas que no se encontraron por ningún lado. Según alguno de los que llegaron a ver los mapas —esto último no sabemos si es parte de la elaborada narración del guía turístico—, la única prueba de la existencia de sus escritos eran las siguientes palabras escritas al final de una de las páginas: este que encontrareis es el tesoro que nunca poseí, por tanto, no me interesa lo que hagan con él, aunque no auguro la fortuna a quien parta de la ambición para obtenerlo. Tengo el verdadero tesoro en buen resguardo y ése es el que tiene todo el valor. Entre las líneas de mis escritos está el tesoro para el que busca correctamente. De él solo diré que es un mundo construido por aquellas palabras vividas por mí y que el viento no puede llevar hasta ustedes hasta ser pronunciadas y corporeizadas por mi último aliento. 

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sábado, 8 de enero de 2011

Bartolo

© Bartolo


Por Alberto Andrade

Bartolo, como era mejor conocido ahora, vivió siempre alejado de la realidad, haciendo de su vida una ficción. Nunca imaginó que pasaría a ser un objeto, un adorno que estaría en medio de una plaza de museo día tras día mientras durara su carapacho de contextura broncínea, ocupando el lugar de su padre Bartolomeo Irriso.
Apenas se dio la desaparición física de Bartolo, lo colocaron en medio de la plaza de museo para que ocupara el lugar de su nuevo destino. No pudieron tomar la imagen del padre porque había sufrido severas heridas en la cara que lo desfiguraron y no había fotos de él antes de eso. Sin detenerse a pensar en las consecuencias, cosa que nunca hacía, el hijo accedió a dar la cara al padre. Esperaron que tuviera casi la edad en que el padre murió para hacer el molde del busto. Éste fue colocado en el pedestal después que murió el hijo porque según la ley del lugar nadie puede tener un busto en vida porque se volvería egocéntrico. En todo caso era un reconocimiento póstumo al padre aunque fue la imagen del hijo la que tomaron. Colocaron el resumen biográfico del padre, además de una diplomática y elocuente jalada de mecate, en una placa con letras pequeñas que nadie alcanzaba a leer y el nombre completo justo en el lugar donde debería estar el medio pecho que le faltaba.
Al padre era a quien le correspondía el honor por haber dejado la propiedad destinada al museo. Si el padre se la hubiera dejado la habría vendido para no tener que trabajar tanto, decía Bartolo. Luego en una carcajada aclaraba que, menos que nada no se puede trabajar. El padre lo castigó, molesto porque el hijo era un bohemio que nunca lo ayudó a aumentar la fortuna sino todo lo contrario. Bartolo, personaje singular, cumplidor cabal de ningún rol, ni siquiera ahora en el de busto de plaza, pensaba que no era nada honorable lo que le habían hecho. No le gustaba estar y ser el centro de    aquella plaza de museo, depositario de excrementos de aves, de las cuales no podía defenderse por no tener brazos aunque tiempo después se acostumbró y anhelaba a esas compañeras cuando no estaban. Sufría los embates del sol, de la lluvia, del viento que traía la tierra y cualquier objeto que fuese capaz de levantar y lanzarlo contra él. Incluso un paracaidista se estrelló de culo en su cabeza y le pareció por el olor que aquel hombre no había podido contener el miedo y se le había salido del cuerpo. Sólo falta que un avión o una nave espacial lo choque, pensaba entre irónico y resignado.
Ni hablar de lo que opinaba de las personas encargadas de limpiarlo. Lo asean es cierto, pero luego colocan sus instrumentos encima de él, sus paños, sus gorras que le desagradan tanto y no le permiten ver. Además que como creen que nadie les escucha tienen las conversaciones más aburridas, vagabundas y locas que se puedan dar alrededor de quien escucha sin que aquellos puedan saber que los oyen. Al principio todavía intentaba cortar el palabrerío pero luego desistió, era inútil, jamás lo escucharían.
Había otro asunto que no le terminaba de gustar de esas personas. Por culpa del descuido en el mantenimiento de las inscripciones, ahora lo llamaban Bartolo. El resto de las letras del nombre del padre se habían borrado con el paso del tiempo, lo único que había sobrevivido era Bartolo. Los limpiadores, a todos quienes les preguntaban por el nombre del personaje, le daban el nombre que conformaban las letras que quedaban.
La reflexión no había sido su fuerte pero ahora que era un busto, tenía todo el tiempo del mundo para eso. Bartolo se preguntaba porqué no colocaban en las plazas, grandes símbolos, como un sol o una luna, una representación del planeta tierra o simplemente una fuente, aunque luego la descuidaran y pasara a ser una fuente seca. O porqué no colocaban una gran chupeta o un globo a su lado que atrae más niños que esa cara seria de expresión interesante como la que le habían puesto o que esas inscripciones maravillosas, con textos positivistas, exaltados y enaltecedores de orgullos pendejos. Preferiría tener la cara pintada con una sonrisa de oreja a oreja e imborrable como la de un payaso.
Ahí seguía Bartolo, sólo cabeza y sombrero aunque nunca le había gustado usar nada parecido por ser cabezón, medios hombros y medio pecho, expuesto además a quedar con media cabeza de tanto objeto que lo chocaba de vez en cuando, sin brazos para espantar todo lo que lo agobiaba externamente, pero con alegres y vivas memorias. No tenía una vida en el sentido que le dan normalmente, sino una existencia muy propia, la de Bartolo.
En opinión de algunos, aquel busto a veces parecía moverse, hacer caretas y expresar emociones, pero luego concordaban que eso era imposible e ilógico ya que sólo era un busto.


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