domingo, 20 de febrero de 2011

El pescador de sueños

© El pescador de sueños


Por Alberto Andrade

En un tiempo fui pescador de mar adentro. Ya viejo para tal labor, me acercaba a la orilla del mar todos los días, a esa playa arenosa y con morros pedregosos a sus lados. Atarraya en mano, la misma que había hecho de niño bajo la guía maestra de mi abuelo. Esa red, era ahora casi de mi edad y con tantos arreglos y remiendos, como yo impresiones en el alma. En la boca llevaba siempre la pipa de brezo sin encender, no fumaba sino al anochecer mientras miraba la luna y las estrellas, si el cielo me lo permitía. Estas luminarias me contaban de tantas cosas presenciadas en el debatir de las olas del mar y del mundo. La pipa me acompañaba siempre y con ella sorbía el sabor del mar, esa rica esencia salitre-yodada que me hacía explotar la memoria en mil imágenes destellantes como estrellas de fuego de artificio. Iniciaba el acostumbrado ritual, contemplaba el infinito en las diez direcciones, luego arremangaba los pantalones por encima de las rodillas, dejaba las sandalias apuntando tierra adentro y entraba al mar hasta que el agua me cubriera las rodillas. Con movimientos rítmicos balanceaba la atarraya de izquierda a derecha para luego soltarla hacia la izquierda, mar adentro, y quedaba aguantándola por la cuerda que tenía amarrada a la cintura, de esa forma caminaba por la playa de un extremo a otro. Nuevamente en medio de la playa halaba la atarraya hasta sacarla del agua como cuando de niño bajaba el papagayo de su vuelo, luego de pescar sueños que nadaban en el mar de la imaginación. Al llegar ésta junto a mí, revisaba con alegría y cuidado que los pocos peces que estaban atrapados no hubieran sufrido daño. Cada vez que lo hacía, recordaba los peces que mi padre me ponía en un tobo para que yo los admirase y aprendiera a reconocer a qué especie pertenecían y que luego yo devolvía al mar mientras imaginaba a sus padres, antes preocupados por la desaparición de sus pequeños y luego felices por su retorno, no sin antes darles un regaño o tal vez una cueriza como esas que me daban y que en el momento no comprendí porqué. Ahora sé que fueron por travesuras de muchacho. De las cuerizas casi siempre me salvaba mi abuela… casi siempre.

Ahora devuelvo lo que atrape con la atarraya por motivos diferentes a los que tenía cuando era niño. Aunque ya aprendí mucho sobre los seres del mar en mis largos años de vida, los sigo admirando como cuando era niño. Lo que antes era curiosidad es ahora comprensión de la magia de estos elementos en mi vida: la arena, el agua, los peces, el viento y el sol. Me siento religiosamente ligado a este entorno, en el que después de tener esta especie de danza, espero la puesta de sol. Ese momento mágico donde el sol se mezcla con el mar y que según un tío que leía mucho, era la imagen de la eternidad. Así lo había escrito alguien al que llamaban poeta.
Durante esos momentos rememoraba hechos de mi vida que fluían en mi mente, despertados siempre por un puntapié en la arena, de la que una roca emerge, donde un cangrejo retrocede hacia el alga reseca, una rama flota en la ola que la sorprende, el viento refresca a una gaviota que planea, el velamen en la distancia deja una estela que se desvanece, todo eso frente a la inmensidad y a la profundidad del infinito horizonte.

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