© Bartolo
Por Alberto Andrade
Bartolo, como era mejor
conocido ahora, vivió siempre alejado de la realidad, haciendo de su vida una
ficción. Nunca imaginó que pasaría a ser un objeto, un adorno que estaría en
medio de una plaza de museo día tras día mientras durara su carapacho de
contextura broncínea, ocupando el lugar de su padre Bartolomeo Irriso.
Apenas se dio la desaparición física de
Bartolo, lo colocaron en medio de la plaza de museo para que ocupara el lugar
de su nuevo destino. No pudieron tomar la imagen del padre porque había sufrido
severas heridas en la cara que lo desfiguraron y no había fotos de él antes de
eso. Sin detenerse a pensar en las consecuencias, cosa que nunca hacía, el hijo
accedió a dar la cara al padre. Esperaron que tuviera casi la edad en que el
padre murió para hacer el molde del busto. Éste fue colocado en el pedestal
después que murió el hijo porque según la ley del lugar nadie puede tener un
busto en vida porque se volvería egocéntrico. En todo caso era un
reconocimiento póstumo al padre aunque fue la imagen del hijo la que tomaron.
Colocaron el resumen biográfico del padre, además de una diplomática y
elocuente jalada de mecate, en una
placa con letras pequeñas que nadie alcanzaba a leer y el nombre completo justo
en el lugar donde debería estar el medio pecho que le faltaba.
Al padre era a quien le correspondía el honor por haber
dejado la propiedad destinada al museo. Si el padre se la hubiera dejado la
habría vendido para no tener que trabajar tanto, decía Bartolo. Luego en una
carcajada aclaraba que, menos que nada no se puede trabajar. El padre lo
castigó, molesto porque el hijo era un bohemio que nunca lo ayudó a aumentar la
fortuna sino todo lo contrario. Bartolo, personaje singular, cumplidor cabal de
ningún rol, ni siquiera ahora en el de busto de plaza, pensaba que no era nada
honorable lo que le habían hecho. No le gustaba estar y ser el centro de aquella plaza de museo, depositario de
excrementos de aves, de las cuales no podía defenderse por no tener brazos
aunque tiempo después se acostumbró y anhelaba a esas compañeras cuando no
estaban. Sufría los embates del sol, de la lluvia, del viento que traía la
tierra y cualquier objeto que fuese capaz de levantar y lanzarlo contra él.
Incluso un paracaidista se estrelló de culo en su cabeza y le pareció por el
olor que aquel hombre no había podido contener el miedo y se le había salido
del cuerpo. Sólo falta que un avión o una nave espacial lo choque, pensaba
entre irónico y resignado.
Ni hablar de lo que opinaba de las personas encargadas de
limpiarlo. Lo asean es cierto, pero luego colocan sus instrumentos encima de
él, sus paños, sus gorras que le desagradan tanto y no le permiten ver. Además
que como creen que nadie les escucha tienen las conversaciones más aburridas,
vagabundas y locas que se puedan dar alrededor de quien escucha sin que
aquellos puedan saber que los oyen. Al principio todavía intentaba cortar el
palabrerío pero luego desistió, era inútil, jamás lo escucharían.
Había otro asunto que no le terminaba de gustar de esas
personas. Por culpa del descuido en el mantenimiento de las inscripciones,
ahora lo llamaban Bartolo. El resto de las letras del nombre del padre se
habían borrado con el paso del tiempo, lo único que había sobrevivido era
Bartolo. Los limpiadores, a todos quienes les preguntaban por el nombre del
personaje, le daban el nombre que conformaban las letras que quedaban.
La reflexión no había sido su fuerte pero ahora que era un
busto, tenía todo el tiempo del mundo para eso. Bartolo se preguntaba porqué no
colocaban en las plazas, grandes símbolos, como un sol o una luna, una
representación del planeta tierra o simplemente una fuente, aunque luego la
descuidaran y pasara a ser una fuente seca. O porqué no colocaban una gran
chupeta o un globo a su lado que atrae más niños que esa cara seria de
expresión interesante como la que le habían puesto o que esas inscripciones
maravillosas, con textos positivistas, exaltados y enaltecedores de orgullos pendejos. Preferiría tener la cara
pintada con una sonrisa de oreja a oreja e imborrable como la de un payaso.
Ahí seguía Bartolo, sólo cabeza y sombrero aunque nunca le
había gustado usar nada parecido por ser cabezón, medios hombros y medio pecho,
expuesto además a quedar con media cabeza de tanto objeto que lo chocaba de vez
en cuando, sin brazos para espantar todo lo que lo agobiaba externamente, pero
con alegres y vivas memorias. No tenía una vida en el sentido que le dan
normalmente, sino una existencia muy propia, la de Bartolo.
4 comentarios:
Me ha gustado este Bartolo, reflexivo y conmitante.
Ahora soy capaz de ver mejor la de Bartolos que hay en las esquinas con que se cruza mi vida.
Hola, muchas gracias por leer a mí Bartolo. Siempre me ha llamado la atención esos seres estatificados, representantes de otros, nunca de sí mismos, que otros admiran por quien representan y nunca por ser ellos mismos... y en un ejercicio de abstracción me he preguntado como me sentiría si fuese un busto... Gracias por la visita, el comentario, y esta es su casa... vuelva cuando quiera... Saludos cordiales.
Sin duda dura es la vida de un busto. Y que decir de una estatua de esas tipo griega o romana, escasa de ropa. Sin duda darían mucho más juego a tu talento innato. Me gusta el sentido del humor con el que impregnas el texto. Me gusto leerte y por aqui me quedo, saludos. Un abrazo. Juan
Hola Juan, gracias por dedicar unas palabras a Bartolo. Se las haré llegar. Me parece que me sugieres un cambio de foto, sí, tienes razón, esta fue arreglada en apuro para colocar una foto. Pero no termina de gustarme... cuando encuentre una mejor, hago el cambio. El humor bonachón es propio de Bartolo. Bienvenido a Informe-opus. Un gran abrazo.
Alberto Andrade
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