Instantes en el laberinto

© INSTANTES EN EL LABERINTO

Por Alberto Andrade


A Lesbia,

liberadora de memorias atávicas
que van goteando desde lo ignoto
en la destilación del alquímico sondeo.


Transcurrir


“¡Oh, rey del tiempo y sustancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con escaleras, puertas y muros; ahora el poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso.”

Jorge Luis Borges


¿Y cómo llegamos hasta aquí? Fue un desplazarse de instante en instante, obra de movimientos y acciones, de caprichos de dioses y del azar. O tal vez de un destino que juega a ser y no ser, que un instante antes no es, no existe, pero al siguiente ya es y al siguiente ya fue, dejó de ser un instante, ahora es una pincelada en el tapiz de impresiones de la memoria. Se ha fugado de la convención del tiempo, es parte de lo atemporal en ese tapiz de colores que no se secan y se van confundiendo con otras pinceladas en una indeterminación del antes y del después o de la duración de su recreación. Sin importar cuánto tardó en desarrollarse en la experiencia, ahora en la recreación de la memoria tendrá una larga duración, o corta como la del látigo que con un movimiento visible termina en chasquido. Vivimos el movimiento inicial pero sabemos que la acción del latigazo terminó por el sonido y no porque logremos ver la punta del látigo romper la barrera del sonido. ¿Será la realidad que se va presentando en cada instante una pulsación?, ¿así como el desenlace del movimiento que acciona el látigo, será también el proceso creador un latigazo de una fuerza superior que fustiga los centros nerviosos desde lo microscópico hasta lo macrocósmico?, ¿será de esa forma como cada pulsación de esas genera un instante de realidad por la combinación de infinidad de niveles de fuerza que varían y fluyen en variabilidad de combinaciones infinitas e indeterminadas?
Si es así, ¿podemos determinar que el destino no existe? No será que se va haciendo de instante en instante sin poderse detener, en un sinfín de posibilidades, y que cada individuo elige saltar al hoyo o amarrarse de una cuerda e ir explorando lleno de miedo y encontrando además los fantasmas imaginados que le satisfacen porque tenía razón, no estaba equivocado, lo sabía, sabía que al pasar por esos lugares encontraría cosas terribles. Entonces el destino es el hecho, los instantes realizados, y no la posibilidad de instantes que no se realizarán y que quedarán relegados a ser posibilidades.
Es un continuo de momentos e instantes hasta aquél en que la idea de la merienda fue interrumpida por una ráfaga de viento y la imagen de pétalos despedidos por los aires, acompañada del perfume. Esa esencia, esa etérea exhalación permitió que el tiempo se detuviera y unos instantes decisivos resaltaron en la memoria mostrándose tal como habían sido percibidos y el producto de ello fue la interacción del mundo percibido, con el mundo o mundos internos, resultando en un ovillo desmadejado en la descripción de algunos de los instantes del laberinto.
Es a través de la descripción como dejo constancia en la palabra, tallo el instante. Soy el Minotauro que más temo. Me interno en el único peligro, la madeja de la realidad. Para mí, el Laberinto y Teseo son una misma ilusión.


Puerta


Alguien, al otro lado, abre una puerta.
Tal vez, tras esa puerta,
no hay otro lado.

Octavio Paz


¿Quién estaría interesado en abrir la puerta y para qué? La mano que escribe y quiere describir su lectura, percepción e interpretación de las imágenes del libro del que pasa a ser una palabra inscrita en el texto cuando deja la estancia oscura. La que se acercó a la puerta con una tranquilidad y calma tan grande como si fuese a abrir un libro y se propusiera husmear en sus páginas, entrar en su mundo. Al abrir esa puerta no entra en otro mundo, continua en el mundo. Su ilimitada redondez no permite determinar su principio ni su final. Así es para un mundo como para un laberinto, las rectas a sus lados o en su interior no le restan redondez.
            Allí estaba aquella puerta, misteriosa como todas las puertas. Nos convencemos de que cuando estamos dentro y abrimos la puerta, salimos. Quizá entramos realmente. Pero seguiremos creyendo que si vamos de un lugar pequeño a otro mayor estamos saliendo. El afuera lo conceptualizamos como lo más grande, el amplio e ilimitado espacio. Al adentro lo sentimos como reducido. Todo eso dividido por una puerta cualquiera, una insignificante puerta pero que llena de significado los instantes de quienes necesitan cruzar umbrales para entrar en instancias de nuevos instantes.
Allí estaba aquella puerta, otrora imponente, majestuosa en su cuadratura, en su marco y en sus goznes, encajada finamente en su espacio existencial, en su vaivén que desde la finitud de algún observador tiene apariencia infinita. Algunas veces se logra ver su final o su principio, muy pocas veces se consigue ver las dos máximas explosiones de vida de éstas, una cuando nace y otra cuando muere, su principio y su final, su alfa y su omega, conteniendo entre esos dos puntos, su Némesis, su vaticinio de desaparición mediante una lenta transformación.
Aquella puerta pulida por mano curtida, movimientos seguros y mirada orgullosa de la obra en proceso, no era la misma que en sus recuerdos de infancia, según le contaron, franqueaba la imponente entrada al cielo. Pero ayudado por su prodigiosa imaginación la veía como la gran puerta del cielo donde una mano con una gran llave aguardaba detrás y del otro lado otra trataba de abrirla. O como la puerta, y esto le hacía reír, que por estar abierta de par en par no dejaba entrar ni salir, sólo dejaba pasar. O se imaginaba a aquella puerta diciendo que si querían entrar tenían que abrirla, pero como ella ya estaba abierta, nunca podrían entrar, entonces la cerraban para poder cumplir con su exigencia pero ésta, una vez cerrada, se trancaba y no se abría más. O que si querían entrar, entonces tendrían que salir, pero como ya estaban fuera no podían volver a salir, desde afuera no se puede salir, sólo entrar. El repasar ésta y otras memorias, no era más que una divagación alimentada por su capacidad de imaginación que le aliviaba el cansancio y le permitía concentrarse en su acto creador desde una nueva perspectiva. Pero estaba seguro, se decía él, que como no era escritor ni los pensamientos eran realidad, esto nunca iría a parar a un texto escrito y mucho menos con una puerta como uno de los elementos sobre el cual discurra un texto. Pero los escritos nacen, por fortuna, de esos pensamientos y se convierten en ficciones escritas y muchas de esas ficciones tienen justamente una base en elementos de la realidad que percibimos como ordinarios. La puerta es uno de esos elementos.  
Una mirada minuciosa permite ver, en lo que queda de ella, una brillante capa de barniz debajo de los trozos quemados. El tiempo pasó lentamente por esa superficie y como un caracol dejó su huella. Esa huella como escarcha que se vuelve lluvia de estrellas, es percibida por algunos insectos que habitan en los recovecos. Como milagro o metamorfosis de mundos, allí donde estaba la materia que se volvió polvo diamantino, se instalan colonias de familias de individuos que viven la eterna danza de la procreación la creación y la recreación, esa que no permite perecer el continuo circular, porque mientras siga el visible baile se puede sospechar, incluso allí, la existencia de, lo que llamó un filósofo, la invisible música de las esferas.
Con un plateado pomo, siempre pulido, que atrae la mano como la fulgurante luz atrae a la polilla, y único lugar con visos de pulcritud. No limpio con intenciones de higiene o de agradar a la vista, nada de estética por supuesto, sino por fuerza de uso y consecuencia de él, ya que inevitablemente la necesidad de abrir la puerta confabula para que el pomo presente ese estado atractivo. En su interrumpida forma esférica, es un reflector de lo que sucede a su alrededor. No obstante su pureza, tiene una ligera mancha que muestra el color de la pared con la cual tiene contacto casi cada vez que la puerta es abierta. Ese contacto sólo ha sido evitado las veces en que por equivocación la abren y enseguida tienen que cerrarla sin abrirla completamente. De tantos cambios de color que tuvo la pared, la mancha del pomo ha pasado por todos los tonos cromáticos del espectro de la luz, dejándole un aura tornasolada que se desprende en breves destellos fugaces imperceptibles al ojo de quien sólo mira sin observar.
Bisagras descentradas por el peso sostenido, con vestigios de negro que la herrumbre ha dejado como para que no olviden su pasado, chirrían lastimosamente pidiendo lubricante aceite que renueve las articulaciones del gastado metal en el que plancha y tornillos se han hecho una sola pieza como si en vez de tornillos fuesen remaches o puntos de soldadura.
Casi pegada al suelo en su juventud cuando cumplía con las medidas para ser la reina del umbral que le dieron a guardar, ahora, hoyos que aprovechan roedores e insectos y otros seres diminutos y flecos de fragmentos de tan noble madera forman una cortina sostenida y adornada por telas de arácnidos, de polillas y de otros más que prefirieron no identificarse abiertamente en el campo visual del observador y se van cayendo como peregrinos en la indefinida e infinita procesión de tres pasos adelante, dos en retroceso y viceversa.
Una mano desciende con delicadeza hacia el pomo como quien recoge monedas de oro de un naufragio en el lecho o fondo marino, temiendo que el apurar el momento rompa la magia de esa realidad y lo pueda despertar de tan soñado sueño. Toca el frío metal plateado y siente contraer sus músculos por la acción de la reducción del espacio arterial interno para que la sangre circule más rápido y se vuelva a calentar, impulsado por el bombeo del corazón al torrente sanguíneo, al pasar por los órganos pulmonares de donde sale rápidamente a calentar el tejido de aquella mano que está a punto de retirarse del pomo de la puerta. Ella hace el movimiento justo para girar el pomo que debe responder perfectamente a los deseos de una mano que se muestra compenetrada en perfecta interrelación con él, haciendo que parezcan engranados por fuerzas invisibles pero perceptibles para el observador de la diaria y consecuente acción de la fuerza de la costumbre y de la necesidad. Costumbre y necesidad de una sola cosa, de salir. Pero el pomo no giró, la mano dio la voltereta acostumbrada sin que se produjera lo que normalmente o usualmente se producía, la puerta se abría.
La mano se extendió con la palma hacia arriba, los dedos extendidos, tensos y en actitud interrogante pero comprendiendo la situación enseguida, la prueba estaba a la vista, la palma de la mano llena de fino polvillo que como refinado talco había actuado en la infructuosa y frustrante tarea, en este caso, de abrir la puerta al contactar el pulido pomo. En esta vergonzosa situación se sintió y como si sufriera de espasmos y contracciones extrañas, se sacudió en todas direcciones provocándole esto una sudoración cual lágrimas de paciente al cual la terapia hubiese limpiado su alma por la acción de dejar salir en torrente la licuefacción de sus emociones. No conforme con esto, se cubrió con un paño que la dejó tan limpia o más que como estaba antes de rozar todo el pasamanos empolvado de la escalera que bajaba en caracol en una suave espiral decreciente que acercaba a la puerta, y tan seca o más que antes de que fuera acometida por los sacudones que aparentemente intentaban sacarla de un tedio en el que parecía estar sumida y en el que no parecía importarle lo que sucedía alrededor y que sin embargo percibía como lo hace una mosca, con una lentitud que desesperaba porque permitía saber todo lo que iba a suceder apenas iniciada una acción o un movimiento por mínimo o ligero que fuera. Esta experiencia reciente que ahora venía a colación por el suceso que detuvo la acción de abrir la puerta para salir, fue inconsciente. Obra de un acto reflejo producto de la defensa biológica inscrita en los genes. A la mayoría de esos actos nadie o pocos son los que perciben y observan detalladamente, ven minuciosamente y miran atentamente.
De nuevo va la mano ya recobrada del suceso que retrasó el rutinario acto, pero se quedó congelada en el aire, no fue porque una ráfaga de frío bajo cero la haya paralizado, ni por un terror inédito, sino por la sorpresa de que la puerta se abría violentamente. Las bisagras chirriaban como un gato al que le pisaron la cola. Lo que quedaba de la capa de barniz caía en cascadas de estrellas dejando más espacio a disposición de sus huéspedes naturales. De los flecos salían telitas e hilos y virutas acompañadas del polvillo de la pared que estaba en el pomo. Toda esa fragmentación de materia se elevaba con el aire movida por el movimiento brusco de la puerta. Atravesado por los rayos del sol que entraban y llenaban el pasillo, ese umbral se veía como en un sueño surrealista donde la lógica de los elementos y sus formas estaban escondidas en la imagen en la que los colores al confundirse formaban un paisaje impresionista. Era como si la cornocupia, proveedora de astros para el cielo infinito, se hubiese abierto y desparramado las futuras estrellas en ese umbral dando un efecto caleidoscópico a esa instancia donde el sol iluminaba y hacía mover lo que instantes antes amenazaba con transformarse en imagen congelada durante el movimiento. Había llegado la vida a aquella instancia al abrirse la puerta, como se llena de vida y de luz un libro al ser abierto, reescrito y recreado en la lectura, en un proceso conjunto que fusiona la literatura y la vida o la vida y la literatura en una singularidad de suceso y palabra. En un recuadro que estuvo invisible hasta ese momento encima de la puerta se podía leer las siguientes palabras: en ese umbral, entre vaivenes que no llevan a ningún lugar, permaneces, pero no eternamente.


Sol


El tiempo arrastra el sol tras la colina
Y se lleva mis días uno tras otro,
Pero no hablamos de la muerte.

Eugenio Montejo


¿Qué mano abriría la puerta por donde salió el sol de su estancia para entrar en la de la noche? La misma que escribió el libro y la misma que luego lo abrió, la de la voluntad, la del deseo, la de la curiosidad, la de Eros o esa mano invisible que todo lo mueve, ese golem vitalizado y aquello que lo mueve, la voluntad del alma de un lector imaginario que arriesga perderse en la ficción de un texto.
            Esta entrada del sol en el lugar donde estaba la oscuridad es el llamado amanecer. Es la aurora en todo su esplendor. La de rosados dedos como la describió el poeta. Ese luminoso amanecer producido por el nacimiento del sol cada día. Elemento que nos deja ver la realidad circundante pero que al mismo tiempo nos obliga a mantener los ojos demasiado abiertos y deslumbrados por lo estático de situaciones repetitivas cuando la realidad individual es infinitamente más rica y se manifiesta en instantes en ese escenario y así creemos que todo es una sola cosa. La sombra en la pared está allí, pero no es la sombra de la pared, es de algo que está separado de ella. La sombra se mueve por dos causas, el avance del sol y el movimiento del cuerpo que proyecte la sombra, cuando es un cuerpo móvil quien la proyecta por supuesto, de lo contrario sólo la mueve el sol.
Esa fue la luz que entró en aquella estancia luego de que la puerta pareció ser abierta por una mano invisible. Provenía del sol que momentos antes había comenzado a romper el velo de brumosa atmósfera donde la luz se fragmenta, se dispersa y fluye en todas direcciones como una radiación crepuscular. Lo que no se sabe es si ella llegó empujando la oscuridad o si ésta se había ido arrastrando con su estela magnética esa luz, o provocándola con su ausencia. Ese sol, energía de la magia de la luz del día, formadora de la clara realidad, lo anunciaban desde tempranas horas de la madrugada, con sus cantos, los profetas del nuevo día, aleteando como para disipar algún rastro de oscuridad que quisiera quedar rondando el lugar. Chillaban cacareando los madrugadores uniéndoseles otros en un coro como si se alegraran de volver a poder tener la sensación de calor nuevamente sobre su cuerpo y sentir también como se disipaban las húmedas y frías sensaciones que marcan para ellos la renovación o reanudación de la continuidad llamada tiempo. El reloj de arena dio su vuelta y comenzó a entrar el sol en la madrugada transformándola en amanecer. Sus rayos se iban adelantando a su mirada, como dedos tanteaban todo lo que se colocara a su alcance y además de dador de vida, hacía también de despertador de vida. Desde ese instante todo comenzaba a abrir los ojos, era hora de ver y admirar qué cambios habían ocurrido durante la noche, por eso se le llama al nuevo día, el porvenir. Los rayos proseguían su cobertura de la Tierra y de lo que ella contiene, como un pincel mágico que va llenando o tiñendo de vital colorido todo a su paso, extendiendo su manto de alegría con sus cuantiosos brazos que lo hace parecer un pulpo de luz, hasta que finalmente asoma su frente por allá en el horizonte como quien atisba detrás de un muro o de una ventana, pero muy lentamente como si en algún momento, en caso de arrepentimiento, pudiera devolverse repentinamente si se diera el caso de que salir implicara un peligro para él.
Pero esa fragilidad del astro rey es aparente. Él es como un soberano que hace levantar a todos los de la corte haciéndose esperar tomándose todo el tiempo que quiere y sin permitirles mirar directamente a su cara, ya que verlo en toda su luminosidad los deslumbraría. Algunos pueden imaginarlo muy severo, sin embargo nunca falta el juego imaginativo que le da un aire infantil a tamaña majestad colocándole una expresión radiante y feliz mediante una apariencia de regordetas y sonrosadas facciones, además de amplia sonrisa en los labios, ojos rasgados y semicerrados lo cual lo hace parecer humano sin que por eso deje de ascender en el firmamento hasta alcanzar el cenit o tocar el cielo, el techo o la cúpula de su propio templo. Luego comienza su calmado descenso, sin esfuerzo, y en ese bajar, la temperatura que había aumentado por el esfuerzo de subir, de ahí que en algunas representaciones su frente está llena de gotas de sudor, comienza a disminuir lentamente. En ese momento las nubes inician una danza de despedida en su honor, algunas veces en rondalla y otras en movimientos de fuga desperdigada trayendo como consecuencia tormentas vespertinas y oscuros atardeceres. Esa danza es un baile que efectúan en agradecimiento al Sol por su venida que les limpia al darles el calor que provoca en ellas los cambios biológicos y físicos para que en esa eterna transformación se vean como organismos conscientes de su existencia.
A veces, durante su trayecto, se ven las nubes como mampara del Sol haciendo una gran lámpara celestial o dejándole a veces iluminar con su mirada radiante y con toda la fuerza de su corazón y soplar el viento solar desde sus pulmones. Al hablar del sol rememoramos aquellos días en que su luz al pasar por las gotas de agua que están en la atmósfera nos ofrece el más maravilloso, mágico e inalcanzable arco iris, que pareciera un puente entre la Tierra y el cielo o una conexión a través de la cual las nubes beben el agua. Algunas veces es posible verlo en un día soleado, sin lluvia, alrededor del Sol, es un arco iris con circunferencia de trescientos sesenta grados, un círculo de arco iris total como la aureola que llevan la representaciones pictográficas y escultóricas de los santos místicos alrededor de sus cabezas.
El sol seguía bajando, el día declinaba, la naturaleza se preparaba para la ausencia de la luz, se avecinaba la oscuridad de la noche, se daba el gran espectáculo llamado ocaso y el sol se escondía detrás de las montañas, detrás de los grandes edificios cuando el que observa está en las calles de una gran metrópoli o dentro del mar según donde se encontrara el observador. La imagen del sol hundiéndose en el mar que hizo al poeta decir: el sol mezclado con el mar, es la eternidad.
Según la mitología, la noche se lleva al día o al sol y lo esconde a sus espaldas. El sol se entrega al mundo de los sueños guiado por Morfeo, soñando un mañana que no se puede decir sea mejor o peor que el anterior pero podemos concluir que es diferente porque cada día es un nuevo día y todo es diferente bajo el sol. Aunque en el escenario se presente la obra con los mismos elementos, ya es otra, nada se repite. Después de una deslumbrante visión sólo queda la interrogante: ¿después de una de tus miradas refulgentes cuanta oscuridad será necesaria para aplacar tanta luz?, y lo siguiente como respuesta: el castigo no fue el manto de oscuridad, fue el retiro de la luz.


Camino


¡Asombrosos viajeros! Qué de nobles historias
En vuestros ojos hondos cual los mares leemos.
Enseñadnos los cofres de vuestras remembranzas,
Esas joyas preciosas, hechas de éter y de astros.

Charles Baudelaire


En el camino hacia la estación, las ideas fluyen como carros enganchados formando un tren. Hay estaciones que llegan y otras que se van. Hay estaciones a las que se va y se llega sin saber si a ellas se ha de regresar. Dicen que el regresar no existe, tal vez volver, aunque tampoco me parece posible. El río es un elemento que representa a todo lo demás en la idea filosófica del cambio perpetuo. Los lugares dejan de ser aquellos que vimos aquella vez. Ellos cambian incluso cuando estamos allá, tal vez no seamos conscientes de ello. La estación también será otra. Tiene que haber cambiado; algo, un detalle, avisará al observador. Sobre todo al observador que espera un momento específico de la estación primaveral para hacer un paseo único cada vez, aunque se repita la intención de hacerlo. Que no sólo es una intención, es una necesidad, es como un peregrinaje a un lugar sagrado, a un templo; éste lo era. Y aunque éste no era el único, era único. Encerraba una respuesta. La que había impulsado al viajero hasta ella a través de la interrogante. Para el viajero lo mejor es que no encuentre la respuesta que ya posee pero de la que no es consciente. Se anularía en la certeza de saber y no continuaría andando hasta el recodo desde el que se sentiría impulsado a seguir, acuciado por la interrogante sobre qué encontraría más allá. La búsqueda de la gran certeza, de si tienen sentido, o no, todas esas repeticiones de actos alrededor o qué detalle hace la diferencia entre ellos. Una diferencia que está es en el observador y que hace la diferencia porque él mismo es diferente en cada instante. Él es una individualidad con realidad única, infinita e inagotable. La interrogante es su motivo pero lo hace finito. Por eso es que lleva la interrogante, porque lo sabe, la finitud lo impulsa también, pero ¿hacia dónde? 
            Antes de llegar allá, el entorno se mostraba en su rebullicio de los que vienen y van sin cuestionar jamás esa cotidianidad apacible a veces y caótica otras, por los roces de algunos elementos desenfrenados que, desbandados, corrían como si les hubiesen inclinado el suelo que los sostenía. Pero todo se veía igual, el escenario sujeto a las leyes de la representación no presentaba desigualdades. Los humores accionaban como engranajes de movimiento perpetuo ese golem conformado por aglutinadas diferencias. ¿Adónde les llevaba la prisa por llegar?, no saben, ni siquiera perciben lo imbuido de ilusiones de su accionar.
            La velocidad en la acción siempre es una necesidad impuesta por otra acción emergente. La libertad supeditada a la elección entre unas cuantas posibilidades, cuando todo indica que lo ilimitado nos circunda aunque en la práctica, las palabras y el sentido común confirman que las posibilidades son infinitas pero sólo se puede elegir una posibilidad. ¿Quién puede asegurar si realmente se puede elegir una o varias a la vez? No elegir también es elegir una. Se elige por inercia, por parámetros de una educación e información elaborada previamente.
Al llegar ya todo estaba estructurado y ordenado según la tradición y la costumbre; la carreta detrás del animal. El misterio es lo único que la palabra no puede explicar. Pero sí puede hablar de él. Aunque también con la palabra se crea confusión y misterio. Misterio es también una palabra. La palabra no, ella no es un misterio; ella es, y, al fin y al cabo, ser, también es misterioso.
            Un mundo para cada individuo sería lo ideal. No habría entonces un universo. Cada elemento formando un mundo, no, impensable. Está bien así como es. Todos los elementos e individuos confundidos y conformando el mismo mundo aunque cada uno vive en su mundo interactuando con otros. No se ve el tren pero al acercar el oído al riel se sabe que ya viene. Si fuera sólo viendo, la forma de percibir el entorno, la desesperación y la impaciencia condenaría al viajero a un mayor tiempo de infelicidad. Todos los matices del estado del individuo se resumen a dos sensaciones, sentirse bien o sentirse mal. Elige una de las dos a cada instante, mantiene un vals entre cielo e infierno, cuando no puede elegir se deja llevar como corriente entre esas dos orillas acercándose a una y otra alternativamente en medio de esa masa mayoritaria. Si busca sentirse feliz, se siente infeliz, ya que sólo busca lo que no tiene o lo contrario a lo que tiene. Parece que sólo busca el cambio en el fluir. No como los trenes a lo largo de rieles. Más bien sin rumbo definido o sólo definido por el azar que si no es aceptado, es un obstáculo contra el que hay que pelear hasta que se pueda vencer, por azar.
El engaño establecido como verdad, entre otros, es que existe un estado de felicidad perenne al que hay que alcanzar. El Sol no puede mantenerse en lo alto eternamente. Hay que aceptar los sucesos del entorno o entre las opciones y posibilidades crearse una particularidad, una singularidad, una individualidad, un mundo propio. Una casa lo es, cada detalle de la casa es único y hace a cada una de ellas, única entre todas. El habitante es el alma, la casa es el cuerpo, estos conforman el individuo. El individuo es como una cebolla. Un universo de capas superpuestas que al deshojarse llega a ser nada. Aunque ser nada es ser algo. Lo es todo. En fin, es ser.
            Amalgamados y en interrelación alquímica, los elementos, como los instantes, se van transformando de uno en otro. Algunos dicen que lograron descifrar los secretos de la gran obra. Eso es imposible. La gran obra no estará concluida jamás. Lo que hacemos es participar de ella como elementos. La única diferencia es que podemos ser su quintaesencia. Tan alquimista es el que quiere transformar la materia putrefacta en oro como el que patea arena o tierra y piedras arrojándolas al fondo de un lago en el que la sedimentación con el tiempo formará la dura piedra. Apenas participan cualquiera de los dos en conformar la gran obra. Nadie es el autor o creador de la magna obra. Aceptar que alguien es su autor sería reconocer a quien descubrió la forma de producir y controlar el fuego como mentor de todos los inventos hechos a partir de ese momento.
            En el andén, la confusión de emociones era magnifica. Se iban llorando y a la vez felices por la experiencia que esperaban vivir. Esa experiencia única que aguarda en el incierto futuro que permitirá obtener la felicidad y el bienestar. Llegaban felices por encontrar a otros que les esperaban felices también. Pero el cambio latente se podía adivinar, o mejor dicho, prever. El mar mismo tiene sus mareas. Todo lo demás tiene mareas, vaivenes predecibles a veces, otras, impredecibles, todas acompañadas del azar. Es cuestión de temperamento o de temperatura. De estar a gusto o a disgusto. En ello hay libertad, incluso la de dejarse arrastrar por tendencias ajenas, sean individuales o compartidas por la multitud. Ya lo dice la conocida canción “caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Les digo y les repetiré que sólo caminando se obtiene la fuerza para continuar.



Parque


Me sostiene
este vivir en vilo
sin ninguna señal
ni mapa
ni promesa,
en una antesala donde todos trajinan
como empleados
para olvidar.
                                                             
                                                                       Rafael Cadenas


Un paso, dos pasos, un pie adelanta al otro y propicia el movimiento. El Sol va subiendo, iluminando y calentando agradablemente la atmósfera. Otros movimientos acompañando acciones. La búsqueda de sombra en el uso de artilugios o dirigiendo el paso bajo techos armados o de árboles que abrazados forman cúpulas y capitolios.
            Todo se repliega hacia un núcleo. Entran los que se van y salen los que se quedan. Estamos listos para partir. Al menos creemos que lo estamos pero nunca lo sabemos realmente. No depende sólo de uno. Hay una jerarquía organizadora que cumple con las diferentes funciones para poner en marcha al grupo. Es una colmena. Seguramente fuimos los últimos en llegar ya que todas las otras sociedades en el reino animal ya se organizaban así mucho antes que nosotros. Tal vez fueron colocadas junto a nosotros para que aprendiéramos de ellas. Esas cosas que hemos aprendido sin ejemplos patentes o modelos a seguir, nos hace realmente únicos. No como especie, ya que como especie imitamos y superamos lo imitado, sino como individuo. Aquél que haya logrado serlo por supuesto. Trabajo difícil y arduo. Más fácil es imitar las fórmulas instituidas.
            Desde la partida, el mundo se convierte en un susurro de imágenes que se desplazan a través de la ventana en una sucesión de rápidos destellos que la realidad dispersa. Fragmentos de la realidad que van conformando los paisajes internos y los de los sueños que, alimentados por una imaginación febril, confunde los dos mundos o todos los mundos; el que pasa ante nuestros ojos, el que transforma tan rápido las imágenes internas que cuesta contemplar sus detalles, y el del libro que lee el viajero.
            Demasiado rápido. El instante se desvanece entre un lado y otro de cada ventana. Manchas matizadas, líneas y trazos borrosos es lo que queda atrapado en la retina. Retina, la que retiene ese instante, pero sólo por un instante, sin atención consciente, otro instante suplanta al anterior y ya nada permanece, es como lo que pasa frente a la ventana, por un instante está enfrente y en el siguiente ya pasó.
            El movimiento persigue un instante específico, pero eso es inalcanzable. Ese segmento pasará tan rápido que hace creer que no era ese, es otro. No hay un catálogo disponible para hojear y seleccionar al instante preciso. Cada uno lo es, cada instante es el preciso para conformar la cinta de momentos que enlazan la experiencia y la hacen individual y llena de vida.
            Ir a aquél parque fue una idea del día anterior y para llegar a este punto, múltiples instantes habían quedado impresos en extensas líneas que surcaban la memoria, abonando algunas regiones de los inexplorados e inhóspitos territorios internos.
Ahora estaba abandonado en manos de los pensamientos que irrumpen en las imágenes que proceden del exterior y que a su vez eran generadas a partir de esas imágenes externas. Los pensamientos son la recreación del mundo que nos rodea y del que tenemos conocimiento en la mente. Un mundo poseído por la mente, maleable e informe como el agua, del que se forma la realidad futura inmediata.
            El Sol calentaba el aire cada vez más, subía lentamente como un caracol dejando las estelas de luz y cuanto más alto estaba en el firmamento hacía con que el aire que entraba por la ventana pareciera aliento caliente saliendo de un horno. Era el horno del mundo donde los movimientos moldean las imágenes y luego las deforman para transformarlas en lo inexistente. La forma definitiva es eso que no existe, cada instante es producto de ese constante movimiento de vals que también se presenta a veces como frenética carrera de los elementos en persecución y fuga. Una vorágine violenta determinada por la inquietud y el misterioso desconocimiento del instante que sucederá al que se está presentando.
            Allá dentro, en aparente tranquilidad y quietud, la calma era impostada. La necesidad de encontrar el instante propuesto, alejaba de los temores de no poderlo lograr. Los sonidos que marcan el ritmo, se vuelven insensibles al oído por saturación. El ojo, saturado también por el susurro de las caleidoscópicas imágenes, tiende a cerrar y abrir cada vez más rápido en un intento por cortar amarras con ese puerto y navegar en un río sin orillas.
            En el sueño en el que no hay peligros, sólo los temores fabrican esos instantes en los que el escape es el despertar. Si el sueño no contiene algún elemento que cause temor, hay un gran peligro, lo agradable se convierte en un limbo y el riesgo está en permanecer en ese instante. El despertar es también en este caso el escape.
            El instante tiene permanencia sólo en la memoria. A él se vuelve la percepción para establecer nexos comparativos que dan la sensación de continuidad. El tiempo no se devuelve, ni se puede regresar en el tiempo, porque haríamos con que nuestro futuro se volviera pasado, pero podemos volver hacia esos instantes de la memoria. Cualquier efecto o destello a destiempo puede tener efectos retrospectivos para acceder al ático. Abrir los baúles para que salgan las imágenes que han quedado plegadas con sus sensaciones, es la consecuencia. Una percepción análoga dispara hacia el origen, hacia una intersección o un repliegue de lo que fue para convertir en dejá vu a algunos instantes con todo su contenido.
Discurría en las vías y llegaba a un punto que no era el final. Hay continuidad hasta en el humo que se escapa y dispersa en el ancho firmamento. Es un ciclo particular. Son partículas que unidas conforman algo y al dispersarse ya no serán más aquello, pero que no dejarán de ser algo al ser otra cosa. Al bajar la escalinata, el viajero ya no es un pasajero. Ahora es un transeúnte movido por una voluntad que como un titiritero mueve los sutiles hilos desde adentro. Siempre atisbando por las mirillas y acuciado por las oleadas sensoriales, como quien se propone escribir y tiene ante sí la hoja en blanco, sólo tiene que comenzar a estimular la palabra con la palabra, lo más difícil después será colocar el punto final. La anunciada repetición prometida ha llegado. Sólo caminando se obtiene la fuerza para continuar. No es ni será la única. Sin embargo, las repeticiones de referentes no implican repetición de sentidos. Aunque esto es un sinsentido ya que tiene múltiples sentidos, dependiendo del intérprete. Incluso para un mismo intérprete también lo tiene, ya que él no es siempre el mismo, por los añadidos que va acumulando. El barco que va acumulando percebes, algas y corales en su casco, pero sigue siendo barco. En el árbol hay diferencias, él tiene hojas y es un árbol. Pero en ese caso, un árbol que tiene hojas. Puede tener hojas y frutos, y sigue siendo árbol. Pero en ese caso, un árbol que tiene hojas y frutos. Sigue siendo árbol incluso cuando ya no tenga los frutos ni las hojas. Está completo con hojas y frutos o sin ellas y ellos.
Haciendo honor a la repetición anunciada, digo que: sólo caminando se obtiene la fuerza para continuar. Hasta el que parece estancado, imagina idas y venidas. Una actividad no se estanca. Incluso a falta de novedades reitera las memorias y las sazona con detalles de otros momentos así como lo hace con los momentos que observa en su discurrir. Le imprime a cada instante y a cada detalle, fragmentos que sólo están en la memoria pero que enriquecen y lo hacen único aunque haya más de un observador para el mismo suceso. Llegar y partir es un intento de seccionar la etapa única y total. Como la división noche y día, antes y después. Ya no se acepta que se cuestionen esas convenciones, ni otras. Es exponerse a ser catalogado de filósofo o poeta en tono despectivo por quienes no tienen el más mínimo atisbo de comprensión del elevado honor por aceptación de compromiso que ostentan aquellos considerados tales.
El final del muro se acercaba. Más allá de él el campo abierto invitaba al esparcimiento. Pocos eran los que preferían estos lugares. Acercarnos a un campo es recordarnos, por la abundante tierra, el compromiso de devolver al misterio, lo que misteriosamente de allá vino. En cambio, las ciudades están cada vez más llenas porque alejan de la tierra con sus fulgurantes destellos y deslumbrantes invitaciones a no pensar en la muerte. Las vidas miserables, lo son justamente por la inconsciencia de que cualquier instante puede ser el segundo de los dos únicos instantes que sólo están unidos a la cadena de instantes por un extremo. Donde el primero es el nacimiento, ese no tiene un instante previo, es único y es el primero, todos los demás se enganchan a partir de ese. El último es la muerte. Después de ese no hay más instantes que dependan de lo que sucede o de cómo sucede éste. Sólo quedan fragmentos en las memorias de otros como la flor que muere y deja en un frasco su perfume. Queda convertida en un elemento que la recrea en un instante sensorial en conjunción con la memoria y la imagen de esa flor allí guardada. Incluso si la imagen no existe en una memoria, la imaginación completará con el concepto de flor que tenga. Cualquier imagen ocupará el lugar vacante. La mente no soporta vacíos, está atiborrada de información. La mayoría innecesaria, porque esa información fue creada por otros para cubrir sus necesidades. Motivos oscuros que muchos sospechan pero que no llegan a comprender totalmente se fraguan por doquier y todas las verdades se sostienen en verdades inexactas o medias verdades, por no llamarlas mentiras.
Cerca, un montículo cubierto de césped, unas piedras esparcidas asomadas entre las briznas, algunos árboles distanciados unos de otros, como columnas de los grandes templos y algunos arreglos florales aquí y allá que la brisa hace ondear y a la que se abandonan algunos pétalos y hojas iniciando una ancestral danza pero nueva para ellos de la que ninguna memoria tenía registro de cuando se inició. Una descripción minuciosa podría llevar a muchas memorias a sus orígenes, pero intentar ir más allá de eso es sumirse en la nostalgia por aquello que debe estar más allá de los orígenes cuya existencia se basa en la capacidad de conceptualizarlo como “algo más”. Ese atisbo indescifrable, causa de melancolías, sueños, deseos, esperanzas y añoranzas, es el que hace, según el poeta, con que el héroe se dirija mar adentro en un pequeño barco que encuentra en la playa sin detenerse a pensar en lo arriesgado de su acción, en persecución de un sueño o un paraíso perdido, algo que una vez tuvo y de lo cual siente mucha falta.
Atornasolados y claroscuros son matices que marcan resquicios por donde la mirada forma la imagen y su semejanza… Confabulados en un instante, los sucesos y la lectura de estas líneas hicieron catapultar la atención hacia la memoria que volaba como pétalo al viento.


Pétalo


Desde siglos nos llega tu perfume
Llamándonos con sus nombres más dulces;
Y es gloria de los aires de repente.

Rainer María Rilke


Era de un color rojo sedoso, brillante, lleno de vitalidad y frescura, tenía forma de ola rematada en bucle formado por la contracción dolorosa de haber sido arrancado violentamente por una ráfaga de viento repentino, salido de la nada, de esos que dicen que vienen de un lugar muy lejano donde habita el viento más viejo, el del norte. Lo elevó por los aires desde donde observó los demás pétalos y pudo sentir lo que era no ser lo que era luego de estos momentos que parecieron eternos en los que observando la flor a la que perteneció momentos antes y a la cual contempló con hondo pesar y alegría a la vez. Hondo pesar porque a la flor le faltaba algo, había perdido una parte de sí y la armonía en su bella forma casi perfecta, y alegría porque estaba disfrutando nuevas experiencias y emociones, un nuevo sentir, un nuevo ser se manifestaba ahora en él, una sensación de ligereza y de libertad aunque no una libertad total porque pronto se percataría de su nueva condición de dependencia, estaba en manos del viento y al caer en cuenta de esto adquirió conciencia y voluntad y empezó a deslizarse por los aires caracoleando, haciendo rizos y tirabuzones en una danza de ballet aéreo hasta pasar por entre el espacio que había dejado en su maternal flor donde tenía seguro el alimento, la compañía y la seguridad. El aliento vital le llegaba sin que supiera cómo, se escapaba a su comprensión, era un milagro. Lo que sí sabía era que esa flor, de quien fue parte, se la proveía. La compañía la tenía ya que los pétalos se pasaban todo su tiempo agarrados de las manos en una rondalla colorida y vistosa con esa alegría que tiene el color en movimiento, sobre un escenario que les servía de soporte. Algunas veces tenían la música producida por los insectos que venían a beber de su néctar y llevar sus mensajes genéticos, en el polen, a otras flores. Al pensar en ello tenía recuerdos sensitivos de las caricias del aleteo de las mariposas. Siempre pensó que éstas eran pétalos que se habían liberado y ahora disfrutaban de la posibilidad de volar adonde quisieran y que venían a las flores a mostrar a otros pétalos como se hace, como se vuela. En este momento se dio cuenta de que su libertad no era igual a la de la mariposa ya que a diferencia de ésta lo que la movía era su libertad de poder pensar y no un movimiento físico que para la mariposa es su aleteo. Así seguía en el aire pasando sobre la flor de la que había sido desprendida, esto por supuesto desde su punto de vista porque desde el punto de vista de la flor era distinto. Ella fue quien soltó el pétalo y seguiría soltando los otros, pues había llegado el momento de fragmentarse y volver lentamente a la madre tierra de la cual se había desprendido para ser flor, aunque por aceptarlo de esta forma no deje de sentir el dolor que causa cualquier proceso de transformación.
En ese instante, el pétalo pasó colándose por entre el espacio vacío que ocupara unos instantes antes y que ahora parecía no haber sucedido nunca. Percibía lo que sucedía como hechos nebulosos de su memoria que le jugaban al escondite entre los hechos reales para que parecieran hechos de una imaginación prodigiosa en imágenes producidas por el vértigo que produce transformar lo mirado en cualquier cosa menos en lo que es y seguir allí en el aire revoloteando como una pequeña hada lanzando destellos producidos por el contacto de la luz del sol con las gotitas de savia que parecían el rocío de una fresca mañana de comienzos de primavera o el sudor de una tarde calurosa de verano y que hacían descender al pétalo más allá de donde estaban sus hermanos y que se mecía como si dijera adiós, hasta nunca más o hasta quien sabe qué o cuando. El siniestro e incierto futuro estaba a su izquierda y el diestro e inquieto pasado estaba a su derecha. Al frente, el horizonte incierto de un presente que son los fragmentos de futuro haciendo instantáneas incursiones en la percepción que a su vez es sazonada con fragmentos del pasado que se niega a quedar relegado, inmóvil y estancado.
            De pronto dejó de ver el arriba y comenzó a ver el largo tallo que unía la flor con la tierra y con las hojas. Qué sorpresa para él que se creía individuo, cuando se enteró que lo que le ocurrió fue una separación que lo lanzó al abismo del conocimiento de sí mismo, era parte de algo más grande de lo que hubiera podido imaginar, era parte de una flor de una planta sembrada en la tierra. Lo más sobresaliente de ese reconocimiento de sí mismo fue que para saberse parte de una realidad mayor y más significativa tenía que separarse y recorrerlo en un reconocimiento que permitiera llevar, a la conciencia, lo necesaria de su existencia. Saber que ahora la flor de la que había salido ya no era una flor completa y que aunque seguía siendo una flor, sabía que una parte de sí se había ido, tenía roto el corazón por la pérdida del pétalo que revoloteaba en su eternizada caída consciente. También sabía que lo que otrora fuera una corona que le daba porte de reina ahora le permitía sólo ser princesa, puesto que su corona se había convertido en diadema. Todos esos pensamientos de la flor los seguía percibiendo el pétalo, todavía mantenía la conexión esencial mediante la estela del perfume único que exhalaban flor y pétalo. Por eso sabia que mientras él vivía su experiencia, la flor se hacía consciente de que aunque todas sus partes se separaran y se desintegraran había algo que permanecería por siempre. Su ser, esa sutil esencia que para el sentido del olfato es percibido como perfume y que como halo etéreo o alma de la flor viaja por los universos de la imaginación del pétalo haciendo resurgir, en la memoria olfativa, la forma que tenía cuando era flor. Sólo que ahora no era una conexión física, era algo que pareció escuchar siempre durante su pertenencia a la flor, era como si la tierra se hubiese encargado en todo ese tiempo de que no olvidara su conexión con ella y le hablara a través del tallo diciéndole que le había dado el alimento y sostén, y la había hecho crecer hacia lo alto para que tomara la luz del sol pero le recordaba también que no olvidara que de ella había salido y que a ella habría de volver. Que no pensara que ahora que la llevaba el viento seguiría subiendo y podría volar, no, sólo revolotear y caer en algún momento. Lo único que perdurará será eso que sintió como una fuerza o energía que llamaba voluntad y que es la parte de esencia que se manifiesta a través de él, ese aroma tan atractivo y sutil que emana y que será lo único que subirá y que cuando el viento lo deje caer finalmente llevará en su dorso, que por eso no puede percibirlo de lo contrario se sentiría tentado a devorarlo. Eso y sólo eso es lo que satisfará el anhelo del pétalo de perdurar en el tiempo y alcanzar lo más cercano a la eternidad o inmortalidad. Una inmortalidad relativa puesto que al igual que tu admirada mariposa que se transforma de oruga, que sería la flor de la que se desprendió el pétalo, en crisálida, que es el paso previo a la mariposa que sale a volar dejando la crisálida sin esa vida que la alentaba, caer a tierra y pasar a ser parte de ella como a ti un día te sucederá, que sería la esencia o perfume que sale de ti dejando desintegrarte y volver al seno de la madre tierra e irse a revolotear o volar realmente por doquier dejando constancia sólo en las memorias que recrean la flor una y otra vez igual que quien ve la mariposa y puede recrear la crisálida y la oruga que guardaban una mariposa latente en posibilidad. Así tú, pétalo, también guardas un halo esencial latente que era antes que tú fueras y que seguirá siendo después. Terminada la remembranza de la conexión que sólo ahora comprendía, sucedía y sucede con la tierra, sigue el pétalo revoloteando y se posa en una hoja de sí mismo, es decir, de la flor de la que fue parte. La hoja lo reconoce y se inclina dulcemente para permitir su paso y ante la interrogante de cómo es que la hoja reconoce al pétalo de la flor y en cambio éste no sabía de la existencia de ninguna otra de sus partes porque sólo se sentía flor en su totalidad hasta que sintió la separación y el hacerse consciente de su individualidad en el viaje que ahora proseguía su curso, la hoja le dijo que estaba entre la tierra y la flor, ligada al tallo y que oía los mensajes de la tierra porque no estaba deslumbrada por el sol y que miraba hacia arriba pero sólo para observar como los pétalos de la flor se deslumbran por todo sin comprender nada, pero sin perder de vista lo de abajo porque la altura que la separa de la tierra hará que su peso se multiplique cuando se caiga, que de algún modo ella es la mediadora y que en esa posición era como lo que estaba haciendo en ese preciso instante un escalón suavizador de la caída del pétalo para que le dé tiempo suficiente a éste en su descenso de aceptar que dejó su lugar para volver a él. En otras palabras, que todos los lugares en los que pueda estar son suyos, que si dejó la flor para ir a la tierra de ahí saldrá su esencia para elevarse por los aires. Que el agua había transportado los materiales que elaboraron con el plano que contiene la semilla, sus tejidos y colores y el sol con su luz le insufló el hálito vital, una esencia que lo abandonará y volverá al sol. La hoja terminó de inclinarse en un grado suficiente para que el pétalo deslizara y siguiera su descenso como si hiciera una respetuosa venia. La hoja, liberada del peso o movida por su propia voluntad tuvo un retroceso que se convirtió en vaivén y pareció ir menguando en un adiós sonriente. El pétalo ya más enroscado sobre sí mismo como si se acomodara en posición fetal o tal vez por llegar a las sombras de abajo o porque se entristeciera con el descenso, fue a parar a la superficie de un blanco mantel donde aprovechando la tranquilidad del ocaso que brindaba el campo en aquél final de primavera, la lectura de un libro tenía la atención en el párrafo final del relato titulado Instantes en el laberinto.
Era tiempo de regresar, la noche se acercaba, como haciendo un guiño y una afirmación o muestra de estar de acuerdo, el Sol se encerró en las nubes por unos instantes. Una mano tomó el pétalo que parecía haber pasado desapercibido y quedar olvidado en el rincón del blanco mantel y lo colocó entre las páginas desde donde siguió su viaje unido a su esencia e inmortalizado en un instante.

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