Ensayo

© La aridez en Luvina

Por Alberto Andrade


Un pueblo desértico, reseco, agreste, desolado, yermo, estéril y erosionado, en una palabra, árido. Así es Luvina, un pueblo infestado de carencias y espinas. Un pueblo fantasma, donde sólo logran quedarse los espíritus constantes que están apegados a sus recuerdos y a los que la memoria mantiene cuidando sus muertos.
Allí, el frío, el hambre, la sequía, la tristeza y, en algunas oportunidades, hasta el silencio, son extremistas e invariables. Lo único que parece estar vivo y tener capacidad para influir en la variación de la imagen del pueblo, es el viento. En ese lugar donde las cosas que normalmente deben moverse permanecen como petrificadas, es el viento el elemento que con sus manos de “Golem” lleva el aliento que le confiere movimiento a las cosas en Luvina, como si allá las cosas las construyera el mismo viento con la arena que empuja desde el desierto.
Al leer el cuento Luvina (lo que equivale a ir allá) nuestros sentidos graban en primer plano la imagen de la aridez. Por ella sentimos temor al entrar allá y tememos que absorba nuestra vitalidad, al igual que lo haría un vampiro, y nos transforme en otro de sus muertos vivos. Esta imagen impresiona tanto porque allá no hay líquidos vitales. Y no es sólo la falta de agua y la tierra “reseca y achicada como cuero viejo”. Es algo más, es la ausencia de sangre en sus moradores y la ausencia de la savia vital de los jóvenes que se niegan a quedar allá, o que tal vez tienen que irse para evitar los momentos en que “el sol se arrima a Luvina y les chupa la sangre y la poca agua que tienen en el pellejo”. Sin embargo, en algunas oportunidades los jóvenes vuelven; van a procrear, se juntan el masculino y el femenino, y seguramente en esas raras oportunidades es “cuando llena la luna” en el pueblo, cuando el sol deposita parte de sí en la luna y ésta irradia fecundidad hacia Luvina. También vuelven allá cuando ya son viejos con el propósito de cuidar sus muertos y esperar la muerte.
Por la aridez de Luvina, al leer el cuento, llegamos a sentirnos sedientos, se siente como si sacrificáramos parte de nuestra vitalidad física en el esfuerzo realizado para aventurarnos en ese lugar, pero algo nos dice que vale la pena equilibrarnos de esa forma, tal vez a cambio de la pérdida física se nos recompensa con la facilidad que adquiere la psique para remontar vuelo. En el universo de Rulfo predomina la aridez y Luvina representa de varias formas ese aspecto, sin embargo todo lo que narra sobre el pueblo parece estar contenido en el hombre. Es decir las cualidades del lugar, en especial la aridez, parecen ser cualidades pertenecientes al hombre, pero no al hombre individuo, ni el hombre de cierto punto geográfico, sino al hombre en general, es decir, al HOMBRE. Esta generalización es posible porque se puede apreciar como se adapta la descripción de este pueblo desértico, a la de cualquier otro de cualquier lugar del mundo apartado de la “civilización”. De hecho el hombre que nos narra su experiencia en Luvina, en una oportunidad le pregunta a la mujer, “-¿En qué país estamos, Agripina?”, “y ella se alzó de hombros” como respuesta, con lo cual podría estar diciendo, -¿Y eso qué importa? Su intuición no la engañaba, en ese lugar de la nada ¿qué podría cambiar el saber en que país estaban?, por eso, sin decir una palabra se fue a rezar. Agripina por ser mujer y no sentir esa necesidad que tiene el hombre de saberlo y quererlo cambiar todo, sabía que no fueron allá a cambiar nada de aquella realidad ni a saber donde estaba situada. Pero algo sí sabia ella, y era que ahora esa era su realidad.
Luvina es por su aridez, un desierto. Un desierto que se convierte en un laberinto. Un laberinto lleno de vida encerrada en sus corredores. Lleno de vida, en el sentido en que mientras las mujeres no salen, los niños, por estar poseídos por el miedo, no juegan como los de otros pueblos, y los hombres, ya ancianos, se quedan en el umbral, los elementos naturales logran el milagro de proporcionar el movimiento que genera y conforma la realidad de Luvina. Por el agua, las mujeres tienen que recorrer largos trechos de camino, por el sol, los ancianos en el umbral mueven sus cabezas como girasoles, arriba y abajo, día a día, el viento hace ruido al pasar “por los huecos socavones de las puertas” y los niños se manifiestan con el llanto, “porque no los dejaba dormir el miedo”, la tierra, con toda su aridez, se queda con el honor de ser el soporte, el gran escenario donde todo lo demás se interrelaciona, para mantener los diferentes aspectos de la realidad de Luvina en su circulo continúo. Este circulo continúo, lo pinta Rulfo con los ciclos diarios del Sol, las nubes que aparecen una vez al año, la acción del viento llevando arena de un lugar a otro para luego regresarla al mismo sitio, y las escasas plantas de chicalote que florecen y mueren enseguida para cumplir su ciclo de nacer y morir indefinidamente.
Rulfo, maestro en dar rodeos narrativos en sus cuentos y conocedor de la perspicacia de sus lectores, se adelanta diciendo, “Usted ha de pensar que le estoy dando vueltas a una misma idea. Y así es, sí señor...”


Breve narración sobre la aventura de Rulfo en Luvina

Dicen que cierto día, en su juventud, cargado de ideas infundadas e “ilusiones cabales”, Rulfo se fue a San Juan de Luvina. Cuentan los del lugar que los sueños de Rulfo subieron por las barrancas empujados por “el viento” “en tremolina”, “como si allá abajo” esos sueños estuvieran encañonados “en tubos de carrizo”. También cuentan los del lugar, que lo árido y estéril de Luvina, con sus escasas sombras y formas borrosas, además de la carencia de vitalidad que resonaba en el silencio, no logró desencantar a Rulfo, al contrario, para él todo eso se convirtió en imágenes de la fertilidad y paraísos del deseo. Gracias a su constancia y a esas escasas sombras encontradas entre las piedras, salieron a la luz sus sueños en forma de cuentos, como “florece el chicalote con sus amapolas blancas”, “allí donde hay un poco de sombra, escondido entre las piedras,”. “Pero el chicalote pronto se marchita” y como él, Rulfo vivió en Luvina, y allá dejó la vida. Como el chicalote, dejó todas sus ilusiones en ese lugar y regresó, viejo, acabado y repitiendo sin cesar – “San Juan de Luvina. Me sonaba a cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien ladre al silencio”. 
Dicen que ahora podemos oírlo rompiendo el silencio con sus palabras y aquietando nuestros ruidos con sus espinosas y difuminadas imágenes para que podamos ceder espacio a manifestaciones cada vez más humanas.
Dicen que el mago Rulfo creó con sus cuentos “una piedra de afilar” sobre la que pasamos una y otra vez al leerlos, hasta sentir que nuestra imaginación, al igual que un cortador de diamantes, está ya más preparada para agregar brillo y quilates al alma.

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