Por Alberto Andrade
El hombre del sol regresó. Descendió por el mismo sendero de siempre. A sus espaldas las altas cumbres montañosas revestidas de un verde de comienzos de primavera y coronadas de eterna y blanca nieve. El Sol en esos instantes comenzaba a envolver el valle con su cálido y dorado abrazo. Caminaba despacio, sin prisa, seguro y firme, sin sentir el peso del petate que traía colgado de la espalda. Todo su cuerpo esbozaba una sonrisa, no era la misma de siempre, era una que se podía ver, sentir y oír pero que esta vez no sólo era percibida por los hombres. Toda la creación participaba regocijada de este único y maravilloso momento que tenía el privilegio de presenciar.
Finalmente lo había logrado, les traía ahora lo que tantas veces había ido a buscar para ellos. No le había resultado fácil. La gente de esta tierra mantenía una constante lucha consigo mismo matando al otro. Al mismo tiempo, y sólo él lo podía comprender, el temor a la muerte no los dejaba vivir. En varias oportunidades les había dicho, —su mayor responsabilidad es su vida, saquen la viga de sus ojos, hagan como los buenos siervos que utilizan los talentos que el amo les entrega.
Sabía llegado el momento para culminar su tarea entre estos hermanos. Como siempre, saludó a todos, permitió que le ayudaran con su carga e hizo bromas, pues consideraba que el humor era algo serio y también necesario para alimentar el espíritu. Habló a los niños y jugó con ellos, luego, volvió a presentarlos como ejemplo a los mayores. Ese día reunió a todos y propuso una celebración. Al son de la alegría musical, las comidas y bebidas fueron compartidas en honor a todas y cada una de las criaturas que habitan bajo los cielos.
Finalmente el Hombre del Sol, como solían llamarle cariñosamente, los reunió en círculo, esperó que hicieran silencio, tomó la palabra y dijo: —hemos vivido juntos por mucho tiempo, mucho hemos aprendido, llegó el momento de dejarlos y partir para seguir realizando la obra, les agradezco infinitamente que hayan aceptado y colaborado con ella en esta etapa, ahora los dejo y espero que por siempre sepan convivir en paz siguiendo el ejemplo que les di. Así habló y fue escuchado. Cuando terminó de hablar elevó sus brazos e hizo descender sobre cada uno un pequeño rayo de luz invisible, para ellos, que les tocó amorosamente el corazón.
Se despidió y fue a descansar porque largo era el camino que tenía que recorrer y, como bien sabía, nadie lo podía hacer por él, ese era su sendero y sólo él, paso a paso, podría hacerlo. Los del lugar se quedaron pensando en sus últimas palabras, estaban acostumbrados a eso, que les hablara en forma que les parecía confusa. Eso no les importaba, ya que con sus acciones era más claro que el agua, pero en éstas percibían algo diferente, un sentido profundo, estaban llenas de significado. ¿Por qué ahora sí, y antes no se habían ocupado del significado de sus palabras? Ésta y otras interrogantes reflexivas brotaron de sus bocas.
Algunos más silenciosos se dieron cuenta en ese instante de serenidad y reflexión que durante todo el tiempo que el Hombre del Sol permaneció con ellos, les había estado enseñando a crecer, a elegir, a ser libres, a alcanzar ese nivel de vigilia capaz de cuestionar para así aprender por su propio esfuerzo.
Ahora entendieron también el significado de las palabras, ayuda a tu hermano menor al igual que esperas lo haga el mayor contigo. Sin saber cómo, sintieron que este entendimiento les llegó en ese instante con la ayuda del Hombre del Sol. Movidos por una voluntad extraña se comprometieron de manera muy natural a seguir el ejemplo y continuar la tarea.
Pero, seres humanos al fin, no comprendieron el propósito del Hombre del Sol. Se propusieron repetir por todas las generaciones siguientes una copia fiel de su vida erigiéndolo en objeto de culto. Lo dicho por él fue olvidado, en parte, y tergiversado con añadidos. Con el tiempo sólo quedó contradicción y confusión de las palabras de un ser que enfatizó con la prédica y el ejemplo, el vivir como único propósito de la vida.
© Polvo y guijarros
Autor: Alberto Andrade
© Alberto Andrade. Polvo y guijarros
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Año tras año iban allí los buscadores de oro. Lavaban arena, tierra y guijarros de las orillas una y otra vez. Cada remesa de aquellos desdichados que llegaba, lavaba, entre todos esos elementos del río, el polvo de los huesos de sus antecesores. El clima del lugar se encargaba de borrarles de la memoria los planes que tenían para cuando fueran ricos. La lucha por sobrevivir el instante presente y el afán por encontrar algo, aunque fuera el más mínimo indicio del valioso metal como premonición de un gran hallazgo, aventajaba cualquier actitud lógica, cuerda o moral. En la monotonía de la existencia del lugar se quedaban uno tras otro. Lo único que lograban era revolver como lombrices una y otra vez la tierra, la arena y los guijarros.
Algunos, que por temor supersticioso se mantenían muy lejos del lugar, decían que un volcán cercano, ahora inactivo, mantenía la sed de sangre a la que acostumbraron en un pasado legendario los moradores del lugar. Otros decían que se profanaba territorio sagrado de los aborígenes y que aquella tierra reclamaba los cuerpos que de ella habían salido.
Pero la verdad es que mucho tiempo atrás llegó de tierras muy lejanas un viajero perdido en los vapores de su propio espejismo. La enfermedad y la muerte luchaban por poseerlo. Se aproximó al río a tomar agua pero en ese mismo instante cayó mientras tomaba su último trago de líquido vital. En su cuello traía una bolsita con algunas pepitas y polvo del preciado metal.
Con el tiempo ese fue el motivo para que se escuchara en la comarca el grito que trajo la maldición: ¡Oro! ¡Oro! ¡Oro!
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