lunes, 10 de enero de 2011

El tesoro

© EL TESORO



Por Alberto Andrade

©2011 Alberto Andrade, El tesoro
En la actualidad ya no eran más que grutas acondicionadas para causar al turista el placer de sentirse aventurero. Aunque revivir las aventuras de otros no asegura ni la más mínima emoción en la vida de una persona. Pisar las huellas de otros no es andar sino dejarse conducir, o dejarse deslumbrar.
Ahora el alumbrado era eléctrico y las antorchas que por allí pasaron solo alumbraban la imaginación alimentada por la narración del guía turístico. La ruta estaba trazada y reconocida. Ya nadie tendría que experimentar y vencer el temor de lanzarse al hoyo en completa soledad sin saber qué encontrará más allá o si logrará regresar. Ahora se pagaba por entrar y eso aseguraba la salida.
Según la leyenda —y es lo que se sigue contando— en el auge de la piratería uno hubo que se adentró en esas cavernas a guardar su mayor tesoro, un cofre lleno del resultado de la parte que obtuvo en sus pillajes. En fragmentos externos pero referentes a la leyenda popular se cuenta que ese no era realmente su mayor tesoro. Es cuestión de apreciación, ya que la leyenda continúa diciendo que era descendiente de una familia rica y poderosa que tenía depositadas sus esperanzas en él para que regentara la fortuna familiar. Era un hombre joven y educado en buenas universidades y con muy buenos tutores, lo que le permitió llegar a acumular muchos conocimientos. Dicen también que la guerra —en la que participó brevemente ya que desertó enseguida— que hubo en aquella época, lo había desviado del rumbo convenido por la familia y que había optado por forjarse un rumbo por sí solo. En su deambular por lugares lejanos terminó de tripulante en un barco corsario. La herida en una pierna que lo hacía balancearse un poco, como un barco en el puerto, no le restaba aptitud para el duro trabajo. Por su juventud y con la educación como única herencia de su familia —de la que supiera luego habían perdido todo, incluyendo la vida, al perder la guerra su país— fue rápidamente tomado como hombre de confianza del capitán.
Dice la leyenda que de sus vivencias quedó un escrito, y que luego al ir a esconder su oro en la cueva buscó la forma de que en caso de que encontraran su oro jamás pudiesen encontrar sus escritos. De esa forma quedarían en el olvido hasta volverse cenizas de aquél suelo del que habían salido.
Llamó Mi desgracia a lo que escribió. Algunos dicen que por haber estado en gracia y luego habérsela arrebatado el destino, otros, que por haber estado en gracia y luego haber salido de ella y haber vivido para ver la verdadera gracia de hacerse un rumbo y transitar en él. Parecía querer guardar su historia fuera de su memoria. Para que no molestara esa tal vez desagradable sensación de no haber hecho lo que siendo un jovencito veía como una vida agradable y acomodada. Había aceptado seguir la tradición familiar pero el rumbo a seguir le estaba vedado en sus lógicos planes de vida.
No había tenido interés en obtener tesoros para disfrutar de ellos, solo disfrutaba de la experiencia de obtenerlos. Experiencias que luego relataba entreveradas en el escenario de la realidad que lo rodeaba. Pero había obtenido lo que quería, y lo que no le interesaba mucho, también. No tenía herederos a quien dejárselo y sabía que era un peligro tener tanta fortuna siempre cerca. No porque temiera perderlo sino porque sabía que podían matarlo por algo que consideraba apenas un trofeo. Por eso decidió esconderlo en aquella isla en medio del atlántico sur frente a las costas africanas. Se hizo el propósito de volver en algún momento para esconder su verdadero tesoro; sus escritos. El mapa que señalaba el lugar donde guardó el oro indicaba fácilmente el lugar, el otro en cambio desviaba al buscador hacia el oro. Él sabía que si encontraban el oro jamás encontrarían su tesoro. No le importaba que encontraran el oro, o mejor dicho, eso era lo que quería, que se llevaran el oro y dejaran el tesoro. Ése era el pago por resguardar sus memorias. Para ello, a los dos mapas les había colocado la misma ruta, en uno escribió estas palabras: el cofre del tesoro y en el otro mi tesoro. Cuando los buscadores tuvieron los mapas en la mano pensaron que era una broma que hubiese hecho dos mapas para un solo tesoro, también pensaban que estaba loco y consideraba al cofre un tesoro separado del contenido.
Muy equivocados estuvieron hasta que algunas voces, transformándose en leyenda, se dejaron escuchar, al decir que aquél hombre había escrito muchas páginas que no se encontraron por ningún lado. Según alguno de los que llegaron a ver los mapas —esto último no sabemos si es parte de la elaborada narración del guía turístico—, la única prueba de la existencia de sus escritos eran las siguientes palabras escritas al final de una de las páginas: este que encontrareis es el tesoro que nunca poseí, por tanto, no me interesa lo que hagan con él, aunque no auguro la fortuna a quien parta de la ambición para obtenerlo. Tengo el verdadero tesoro en buen resguardo y ése es el que tiene todo el valor. Entre las líneas de mis escritos está el tesoro para el que busca correctamente. De él solo diré que es un mundo construido por aquellas palabras vividas por mí y que el viento no puede llevar hasta ustedes hasta ser pronunciadas y corporeizadas por mi último aliento. 

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